¿Por qué soy matemático? Desde hace algún tiempo quiero escribir mi respuesta a esa pregunta; esta ocasión es ideal porque hace poco leí la enésima
experiencia de un olímpico a propósito de una película sobre el tema.
Con una franqueza que espero no ofenda, debo decir que me enferma. Yo,
al menos en matemática, nunca competí (deliberadamente), y quiero relatar mi experiencia.
Desde
que aprendí a leer entendí que lo mío era dedicarme a la ciencia.
Todavía no sabía a cuál de todas sus ramas (aunque seguramente nada
biológico, pues no me agradan los bichos ni las tripas, en especial las
mías). Tal vez, con un empujón en la dirección adecuada, habría sido
astrónomo (los primeros libros ilustrados de divulgación que compré
versan sobre el sistema solar y la exploración espacial), pero las cosas
no se dieron así.
Seguramente por la astronomía es que
la física me gustó mucho desde que la conocí. Se me facilitaba, vaya, y
pensaba que era la puerta al conocimiento universal al que aspiraba
conseguir algún día; también que podía tener un chance razonable de
contribuir en esa área. Sin embargo, durante el bachillerato, al
contrastarme con el que más tarde sería el campeón estatal y nacional de
las olimpiadas de física, concluí que yo no tenía la “intuición” para
los fenómenos centrales para esta ciencia. Sin embargo, no podía negarme
a mí mismo que algo me atraía fuertemente de la materia. ¿Qué era?
Dos
hechos me dieron la respuesta, pero infortunadamente no recuerdo en qué
orden sucedieron. Referiré primero el que más vivo tengo en la memoria.
El libro de texto de Cálculo Infinitesimal que usábamos era el clásico
de Stewart, y en él se pedía demostrar que, si se construía una cuerda
dentro de una parábola, que pasara por el origen, y se tomaba su
mediatriz, el punto donde se intersecta esta última con el eje de las
ordenadas tiende a una posición fija conforme la cuerda se colapsa hacia
el origen ¡y es el foco de la parábola! Lo mejor de todo es que pude
resolverlo con relativa facilidad, y francamente me parecía milagroso
que el punto no se escapara a otro lado y que pudiera comprender esto
con tanta claridad (a quien le resulte esto obvio por su intuición para
la óptica ¡felicidades!). Conversé con el compañero que era el segundo
mejor en física (y el de las más altas calificaciones de mi generación)
sobre esta maravilla y mostró una indiferencia que francamente me
impactó. ¿Solamente yo era capaz de apreciar esta belleza?
Tal
vez nunca había sido consciente de que el sustrato matemático de la
física era lo que realmente me deleitaba, porque en la educación
elemental en México nunca te mencionan que se puede estudiar por derecho
propio, ni que existen preguntas matemáticas sin respuesta. Lo más sobresaliente en este sentido fue que, después de un buen rato de pensar en métodos para calcular $\pi$ y platicar de esto con el profesor de Geografía, él amablemente me dió una tarjeta donde compiló varias fórmulas que se han obtenido a lo largo de los siglos, y que incluía la de Leibniz-Madhava, la de Machin y el producto de Wallis (y que encontré bastante sorprendentes). También es aquí
donde conviene mencionar el segundo hecho que me encaminó hacia la Reina
de las Ciencias: hallé, en mis visitas habituales a una conocida
librería de Oaxaca, el “Mosaicos de Penrose y escotillas cifradas” de
Martin Gardner, en la traducción publicada por editorial Labor (que,
debo declarar, es de excelente calidad). El autor tiene una magia
ampliamente reconocida para encender las más profundas pasiones
matemáticas, y después de leerlo dos veces con la misma avidez, comprendí que mi destino era
convertirme en matemático (si no era que antes devenía en guitarrista
de concierto, pero esa es otra historia).
Otra afortunada
coincidencia fue que el personal de la Universidad Tecnológica de la
Mixteca acudió a mi preparatoria durante mi último ciclo escolar, para
promover las carreras que imparte, y me enteré que podía estudiar
matemática profesionalmente sin salir de mi estado. Me pareció
simplemente un sueño hecho realidad, y sin pensarlo demasiado me
inscribí al curso propedéutico. Así inició uno de las mejores etapas de
mi vida.
Es verdad que no se me facilitaron ni las
ecuaciones diferenciales ni la teoría de control, pero disfruté inmensa e
intensamente todos los temas que estudié a lo largo de mis cursos. Siempre despertaba emocionado pensando en qué aspecto conmovedor o
sorprendente de la matemática descubriría ese día. Si he de elegir
algunos miliarios de ese recorrido, creo que serían: las demostraciones
por vacuidad, la noción de que la derivada es el “coeficiente” de la
mejor aproximación lineal a una función, la constante de
Euler-Mascheroni, los autovalores y la forma canónica de Jordan, las
ideas centrales de la topología algebraica (en particular, el cálculo de
grupos de homología y el lema de Barratt-Whitehead), el teorema de
Euler relativo a los ciclos que llevan su nombre en la teoría de grafos,
la teoría de Fourier que se usa para resolver la ecuación hiperbólica
en derivadas parciales, el teorema del límite central, los estimadores
de máxima verosimilitud, el teorema de inclusión y exclusión, la
dualidad en programas lineales, que todo dominio entero finito es un
cuerpo, que un ideal de un anillo es máximo si, y sólo si, el cociente
respecto a él es un cuerpo, cómo obtener soluciones de ecuaciones
diferenciales usando series de potencias (en particular, cómo esto
conduce a las funciones de Bessel), las aplicaciones conformes (en
particular, la transformación de Schwarz-Christoffel), la fórmula
integral de Cauchy, la desigualdad de Cauchy-Schwarz... la lista podría
seguir y seguir, pero creo que con estos botones consigo ejemplificar.
Insisto,
pues, en que no fue el ánimo de competir y demostrar a mis congéneres mi
superioridad en materias abstractas lo que me condujo a la matemática
(tal vez porque no tengo dicha supremacía, ni siquiera localmente,
después de todo). De hecho, al día de hoy todavía atribuyo no dedicarme
ni a la física ni a otras ciencias a las experiencias que tuve
participando en las olimpiadas correspondientes. Tampoco creo que fueran
una oportunidad para conocer personas con intereses similares a los míos
ni para impulsarme a perseverar en mis estudios (más bien, al
contrario). Aunque, como bien dicen, “cada quien habla como le fue en la
feria”. A mí me fue mal, es cierto, pero también hay que considerar que
no solamente en las ferias puede uno jugar y divertirse.
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