viernes, 30 de mayo de 2025

Ante la toma del PJF

Si los jueces, siguiendo razonamientos jurídicos válidos, llegan a sentencias que se consideran ampliamente injustas, entonces el problema está en la ley misma, y corresponde al Poder Legislativo corregirla. En México, el Congreso está compuesto por legisladores electos tanto por voto directo como por representación proporcional, lo que permite que estén representados tanto distritos como fuerzas políticas nacionales. Es el órgano encargado de ajustar las leyes para alinearlas con los valores y demandas de la sociedad.

En cambio, si los jueces hacen interpretaciones torcidas de leyes consideradas justas (por ejemplo, cuando el TEPJF permitió la sobrerrepresentación de la coalición oficialista al interpretar que el límite aplicaba solo a partidos individuales y no a coaliciones), entonces estamos ante un problema de actuación judicial. En teoría, esto debe ser evidenciable y corregible mediante mecanismos institucionales. Para eso existía el Consejo de la Judicatura Federal (CJF), que se supone supervisaba la conducta de jueces y magistrados. Aunque me pareció problemático que lo presidiera el presidente de la Suprema Corte, y considero positivo discutir y ampliar su independencia, me parece un error grave que el sustituirlo por el Tribunal de Disciplina Judicial cuyos miembros serán designados por voto directo, como propone la actual reforma.

He ahí el punto central: si no es fácil demostrar que un juez ha actuado con dolo o con sesgo indebido, es posible que haya vacíos o ambigüedades en la legislación —lo cual debe corregirse también desde el Legislativo. Pero también cabe la posibilidad de que la sentencia judicial sea técnicamente correcta, aunque controversial, y para ello se requiere una sólida formación jurídica.

La formación de un juez tiene como objetivo, entre otras cosas, que sea consciente de sus propios sesgos, que sepa acotarlos, y que pueda aplicar la ley de manera coherente. Las personas más capacitadas para evaluar si logra esto no son los votantes comunes, sino sus pares o especialistas en derecho. Pensar que cualquier ciudadano puede juzgar la calidad técnica de una resolución judicial es como suponer que cualquiera puede auditar el trabajo de un ingeniero civil o un director responsable de obra luego de que colapsa una sección elevada del metro.

Un ejemplo claro de esto es el caso Roe v. Wade en Estados Unidos. Fue una sentencia altamente polémica, no por falta de argumentación jurídica, sino por la dificultad inherente de equilibrar principios constitucionales ambiguos como la privacidad y el derecho a la vida. El hecho de que durante décadas juristas de gran nivel hayan sostenido posiciones encontradas muestra que no era una cuestión de sentido común, sino de interpretación constitucional sofisticada. Aun si el resultado no agradaba a la mayoría, el rol del juez no es complacerla, sino aplicar la ley de forma fundada.

En resumen: cuando las leyes producen injusticias, es el Congreso el que debe corregirlas. Si es culpa de los jueces, entonces deben ser investigados y sancionados. Pero cuando la interpretación judicial es controversial, ambigua o técnica, no tiene sentido querer corregirlo con el juicio popular. La justicia requiere jueces bien preparados y responsables, cuyo trabajo pueda ser supervisado por órganos técnicos e independientes, no por encuestas o elecciones de campaña. Elegir jueces por voto directo es poner en riesgo justamente lo que se espera de ellos: independencia, preparación y criterio jurídico.

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