Hoy fue el último día del novenario de Bernarda Aguilar Santiago. Ella fue la bisabuela de mi esposa, y vivió poco más de 100 años. En reconocimento a ello, la propia Secretaria de Desarrollo Social (SEDESOL) le entregó una medalla conmemorativa.
Al concluir la levantada de cruz, uno de los sobrinos de la abuelita Berna nos dirigió un discurso conmovedor: consideraba que los familiares más cercanos a ella eran privilegiados por haberla conocido y de pertenecer a una raíz tan sólida. Que, ahora desaparecida la tía Bernarda, un fuerte lazo que los conectaba se disolvía irreparablemente.
Cuando se acercaba el centésimo cumpleaños de la bisabuelita, le comentaba a Angélica precisamente lo interesante que era la unión familiar en el pueblo. Si no estoy (demasiado) equivocado, de nuestra madre viene la mitad de nuestro material genético (sin tomar en cuenta el ADN mitocondrial). Algo de este material es heredado a sus nietos, luego puede que una porción de ese legado pase a sus bisnietos, y así sucesivamente. En lo que concierne a los 23 pares de cromosomas del ser humano, si lo recibido fuese exactamente la mitad redondeada al mayor entero más pequeño, a la quinta generación no quedaría rastro de la tatara-tatara-abuela.
Por supuesto, la aleatoriedad del proceso de la reproducción hace que esto sea una aproximación algo burda. En particular, entre más fecundas las generaciones, mayor la probabilidad de que algo de la bisabuela Bernarda esté entre sus tatara-tatara-tatara-...-nietos.
Pero si lo puramente biológico no está a nuestro arbitrio, el legado intangible que nos dejan nuestros ancestros sí está en nuestras manos. Por ello, debemos asegurarnos de que perdure, pues es el mínimo homenaje que podemos rendir a una mujer a la que le tomó cien años transmitírnoslo.
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